lunes, junio 28, 2004

cuento

para Jimena Ballí


A VECES ME SIENTO TRISTE CUANDO MI MAMÁ ME PEGA. Dice que me parezco a mi papá. En realidad ella no tiene la culpa, yo hago cosas que la molestan. Como esa vez en que me castigaron por escribir los nombres de personas en mis cuadernos, por hacerlos personajes de ficción en mis palabras. Sí, en lugar de escribir el nombre de la materia en la etiqueta, ponía el nombre de alguna persona de mi familia, amigo o desconocido, y en el interior intentaba escribir lo que esta persona hacía regularmente, como entrar al baño, saludar a otras personas, reírse, etc. Hasta que mi maestra se dio cuenta y le dijo a mi mamá que me pegara, porque no trabajaba y hacía chuecos los márgenes. Por eso ahora no escribo nombres, ni historias, me dedico a coleccionar otras palabras.
Guardo las gracias que me ofrecen cada que hago algo en provecho de alguien. Las primeras mil gracias que recibí fueron de mi hermana, ya que le había prometido no mencionar nunca que su novio entraba por la ventana algunas noches. Después recibí las últimas gracias del señor de la tienda, que murió al siguiente día; recibí las de algunas vecinas, de mis amigos de la escuela, de algunas personas que viajaban conmigo en el transporte; otras de los maestros y sólo una de mi madre, pero todas las iba guardando en mi cuaderno.
Mi tarea no era nada fácil. Tenía que soportar que algunas personas no me dieran nada, y, por el contrario, otras veces tenía que acomodar de alguna forma los millones de gracias que me prodigaban. Otras veces tuve que interpretar cuántas gracias me querían ofrecer las personas que me decían “muchas gracias”, e imaginar quien pagaría mis honorarios cuando alguien decía: “Que Dios se lo pague”, supongo que era una manera de agradecerme, aunque eso no tuviera un significado numérico. El cabo de un año, tenía todos mis cuadernos ocupados en la contabilidad de mis palabras.
Un día me desperté como el niño más rico en gracias sobre el planeta. Procuraba no entregar ninguna, avaro de perder mi riqueza de páginas. Ya no me gustaba hacer nada para ayudar a las personas, temeroso de que me dieran otros tantos millones de gracias. Pensé que sería una buena idea, regalar algunas de las gracias que tenía.
En verdad tenía que hacer algo porque si no los niños que me llaman raro, supongo porque nunca han guardado gracias en su vida, me iban a acusar porque en mis cuadernos sólo había números. Así que me dediqué a dar gracias a cualesquiera individuo que hiciera algo por mi vida, aunque sólo fuera mirarme o caminar junto a mí. Y ya no acepté ninguna, a quién me decía gracias, le respondía gracias a usted, o mil gracias a usted. Supongo que a algunas personas les parecía muy extraño que sin motivo aparente les regalara dos millones de gracias.
Ahora estoy aquí sentado, espero que mi mamá termine de hablar con el director; cuando salga, le pediré que me cambie de escuela, la maestra sólo se dedica a espiar mis apuntes, levanta mi cuaderno para que toda la clase vea las líneas chuecas de mis márgenes. Cuando se lo diga, espero que me pegue despacito y no lo haga enfrente de los otros niños; después le diré que no quiero estar aquí. Entonces podré entregar, con justa razón, las últimas gracias que me quedan.


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