lunes, junio 28, 2004

carta singabrielaaguirresánchez

Como Ferdinand, el hermano de Léolo, a quien ni una montaña de músculos o un millar de ejércitos podían defender del miedo. Sentado aquí, abriendo en la tristeza una ventana o una puerta en que pueda mirarse hacia otro día.
Porque sí, uno se va quedando solo un día y ni todas las palabras y recuerdos pueden aliviarnos. ¿En qué sueñas cuando en los campanarios las palomas planean invadir violentamente la ciudad?
O intentar, como siempre, remediar el olvido mediante una llamada que nos lleve a otro país; o, mejor dicho, a otra tristeza, otro lugar en donde llueve.
En la mañana no podía levantarme, era la ventana como un viejo cuadro dibujado antes de la muerte, eran las voces de unos niños cantando desde un poema de Corbière. Hubiera podido quedarme a ver el mundo desde esa trinchera, pero no es posible caminar hacia atrás por tanto tiempo. No tiene sentido volver los pasos hasta encontrar en la infancia la fuente en que ahogamos nuestro miedo alguna vez. Debe haber un poco de agua sucia en todos los recuerdos, debe haber un río y un vaso de agua. El agua es precisa cuando la tristeza nos despierta. Debe haber un mar en medio de la muerte.
Escribir porque esta es una pequeña manera que tengo para enfrentarme al mundo; como una manera de morir más lento.
Escribir es una manera de decidir, una manera de romperse el brazo o cantar sin abrir la boca. Escribir porque hace frío o porque el café sabe a que no estás aquí. Escribir cuando uno se muere, escribir si hace frío, si la vecina está ensayando sus gritos con la niebla, escribir con letras chuecas, azules o amarillas, escribir porque sí, porque es necesario morir de alguna manera.
Me hubieras dicho algo referente a los columpios o a la noche.
Escribir, tienes razón, también es una manera de mentir, de engañar al cuerpo, de hacerlo imaginar otra mañana; aunque la lluvia permanezca. Pero, para dejar de gritar un poco, podríamos hablar de gatos y razones para no levantarse de la cama. La primera sería, sin duda, ordenar a los soldados que nos resguarden de la muerte, la segunda tú la escribes y la tercera es el frío que habita el corazón de las manzanas.
¿Por qué no me dijiste que llovería hoy?, te hubiera preparado el desayuno, te hubiera dicho “pájaro” y habrías despertado como nube; habría atado tus agujetas y te habría enseñado cómo crecen, en la almohada, jardines de estatuas que te cantan.
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