carta sin piano desde Bogotá
A veces despierto contigo sin que lo sepas. Preparo el desayuno por si vienes a preguntarme el nombre de un país; escribo mapas aunque no te guste despertar en hospitales. Pertenezco al lugar en donde duermes.
Escucho con la enfermedad, me detengo, camino mi tristeza hasta encontrar molinos. Desconozco los relojes y las puertas, me convencen de quemar espantapájaros, me ofreces un velero, una pera, la espera en cementerios. Me ofreces una fecha, una lápida, un hormiguero y una playa. Mi madre me regala un arado por ser joven, prefiero un país de nueces para ti.
Recogeré las espigas para cuando hayas vuelto, convencido por la fiebre, acompañado por un ovejero que me espere al pie de la montaña, entre los árboles de los que hablabas cuando eras niña. Eres de nuevo niña cuando sueñas que tocas el piano a los enfermos.
Padece con los barcos la tormenta, piensa dos veces la misma canción para dormir policías. Me regañaron porque escribo mal, dicen que no uso conexiones; que debo hacerlo más seguido porque entonces mi prosa se convierte en una lluvia de ideas sin conexión. ¿Será que no estoy escribiendo prosa? ¿Será que ni si quiera estoy escribiendo? Lo cierto es que no sé cómo hacerlo, cuando imagino una frase ya estoy pensando en otra idea, a veces se me olvida que puedo subordinar mediante otros recursos; dijeron que me gusta subordinar mediante comas. Qué limitado soy, qué mal escribo, podrido de mí que no me encuentro en los espejos.
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