miércoles, junio 30, 2004

Cuento: "El burro medallas"

AHORA QUE ME LO PREGUNTAN, pues no; no me arrepiento. Es más, sigo odiando su anuncio radiofónico: “Restaurante La Palma, auténtica comida mexicana. Venga y disfrute los riquísimos burritos con carnitas, barbacoa o cochinita pibil”.
Me tocaba entrar a las 6,30 de la mañana. A Beny y a mí nos encomendaban arreglar los desperfectos del día anterior. Austin García, quien era el cocinero, no llegaba sino hasta las 7, algunas veces un poco más temprano; Ralph, el headwaiter, estaba desde las 6 pero se la vivía leyendo el periódico; era el único gringo, él pensaba que eso le daba derecho a maltratarnos y ganar quince bolas más que nosotros; en fin, que dejábamos todo impecable para que el inútil de Ralph abriera las puertas a las siete en punto.
Beny era un bato que champurreaba perfectamente bien el inglés y el español, decía que estaba enamorado, y sí, estaba enamorado de la cerveza Budweiser y de la dependienta de la caja número cuatro del Food 4 Less. Yo, por mi parte, me hacía del rogar con Nell, la hija del patrón. El día que se enamoró de mí, yo iba de salida; eran como las 8 de la mañana, por aquello de que me quedaba a ayudarle a Austin a picar lo que él llamaba con su terrible inglés: steak. Pues bien, yo iba saliendo y allí estaba, sus labios mantenían firme el popote en el vaso grande de Diet Coke, traía un jersey de mangas cortas y un short de mezclilla que parecía tener diez años de antigüedad. Sus ojos estaban atentos a un viejo libro de pastas brillantes, al parecer, de dos dólares y de ciencia ficción, pensé, por lo del libro, que era algo estúpida, pero me consoló pensar que era linda por fuera. No me miró cuando tomé asiento, en el aire se escuchaba una canción de banda, que era un poco desvirtuada por la pirata calidad de la cinta. No me miró, así son todas las pochas; me miró hasta que le quité su charola extra-grande de nachos y empecé a comérmelos; bueno, me miró, pero no dijo nada, siguió leyendo su libro y me terminé sus nachos. “Quieres otros”, pregunté, “el Seven Eleven está aquí cerquitas, si quieres puedo ir corriendo”, añadí. En verdad me estaba poniendo nervioso esa jaina. Me miró con cada de ofendida, como diciendo, estúpido, ¿acaso crees que no sé dónde venden los nachos? Me miraba sobre su libro, sobresalían sus cabellos pintarrajeados de rubio y alzaba sus enormes cejas negras. “¿Por quí no ti laargas de’quí?”, me dijo cuando intenté quitarle su libro, yo nada más quería saber en qué página iba; digo, a veces uno es muy curioso. Realmente me estaba enfadando, el que yo fuera un empleado de limpieza no le daba derecho a tratarme en esa forma. “Bueno, al fin que ni tenía ganas hoy”, le dije y me levanté de la mesa. Volví con Austin a la cocina a presumirle mi novia. Él me dijo cómo se llamaba, que no hablaba, según ella, nada de español y que tenía un pequeño perro al que llamaba Regalo. Wow, pensamos, o más bien, pensé, porque Austin no se veía muy entusiasmado que digamos.
Ella comenzó a venir todos los días desde que conoció a Beny, con tal de verla yo acepté limpiar los sanitarios por las tardes. Durante esos días me di cuenta de que la transa Beny-Nell iba realmente en serio, siempre me quedaba mirándolos, por eso se los digo. Es más, al él no sólo le habló, sino que le ofreció de los nachos con queso que siempre estaba comiendo; les juro que no eran celos, simplemente me aterraba la idea de que Beny se comprometiera con una jaina tan presumida. Mi coraje aumentó cuando empezaron a comer en el restaurante; sí, se imaginan bien, a mí me correspondía todo el jale. Un día me tocó tirar la basura y el contenedor estaba atascado, al lanzar una de las bolsas, se me cayeron otras diez que estaban apiladas, me pasé treinta minutos de mi vida juntando desperdicios, y por su puesto, planeando mi venganza. Beny no tenía la culpa, así que lo descarté; pero la Nell y su perrito iban a salir ganando.
Cuando me dirigía a casa, me di cuenta que el perrito estaba dormido en el carro de la Nell, y se me ocurrió una idea, entré en la concina y saqué uno de los cochillos de Austin, el que tenía más pinta de criminal. No fue difícil engañar al Regalo con un gran trozo de sirloin; lo llevé a donde el contenedor y le puse fin a su chilimindresca existencia; lo eché en una bolsa y lo llevé a mi casa, donde cuidadosamente lo despellejé, le saqué sus tripitas, lo herví y después lo hice trocitos con el cuchillo extra-grande de Austin.
Al otro día no me extrañó ver un anuncio tipo wanted en la entrada principal, que ofrecía doscientos dólares por el perrito. Por ganarme esos billetes hubiera podido entregarlo en la bolsa que lo llevaba, pero no, no me miren así, sé que hubiera sido una escena muy violenta, y ni modo de decir que así me lo había encontrado en el free way. Entré en la cocina y metí mi deliciosa venganza en el refrigerador. No tenía pensado que ocurriera ese día, pero Austin así lo dispuso, yo no le ordené que pusiera a freír el Regalo.
¡Quién iba a decir que el perrito alcanzara para tantas personas! Estuve contando los burritos que hacía Austin, fueron seis, y justo cuando pensé que la carne se terminaba llegó Beny y pidió dos. Sobra decir que estaba con la preciosa Nell y sus infaltables nachos con queso. Yo me ofrecí a llevarles los burritos cuando estuvieran listos.
No sé si era hambre o el profundo amor que la Nell le tenía al Regalo, pues le metió tremenda mordida, le puso más catsup, se chupó los dedos, me dijo: “si te ofrece algou”, le dio otra mordida, se echó otro nacho y me fui a la cocina. Austin me preguntó por quinta vez por su cuchillo-mata-perros-chilimindrosos, le contesté que no sabía; que no me estuviera molestando y lo mandé al carajo: “Go to hell, pinche gringo postizo”, le dije y me miró asustado, “pinche gringo puto” y me volteó un madrazo con la fuerza de sus doscientas diez libras de peso.
Y bueno, señores del jurado, así fue todo lo que pasó, así merito; pero, no me miren así, les juro que el chuchillo nunca quise esconderlo en el estómago de Austin, yo se lo quería devolver, se los juro.



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