carta
Querida Tantriste:
...y la vine a convencer al primer canto del gallo, ya antuve todito mayo... En esta calle los sábados son distintos, incluso los niños no juegan los mismos juegos que en la semana, planean otros; se entretienen en otras diversiones menos áridas, menos cercanas al cansancio. Pienso en un lugar para las canciones que no sabes. Pienso en un mago que acaricia tus canciones, en el país que es tu cuerpo cuando nos alcanza la tormenta. Terminé de leer Estrella distante de Bolaño, pensaba en Chile en los poemas de Teillier; pienso –también– en los espantapájaros que mueren sin un lugar, sin una compañía.
Caroll se fue hace algunos días, dejó una nota donde mencionaba algo de ir a buscar el mar. ¿Se habrá llevado a su perro el Kvezón? Desde ese entonces no me ha escrito; ella es chilena pero nunca me habló de Bolaño, aunque alguna vez me contó de Teillier. Pienso en las vías del tren por las que caminé hace algunos días, vi vagones que sirven de casas y niños jugando en sus casas tren que no van a ningún lugar. Caroll se fue y olvidó borrar su huellas. Quizá se convirtió en un árbol de membrillo, en una sombrilla, o en una alcancía donde los niños guardan sus monedas.
Los sábados son distintos pues respiro con la ausencia; me detengo, en alguna esquina, a platicar con los vecinos que hablan de política o de fútbol. Algunas veces intercambiamos periódicos y al día siguiente comentamos alguna nota relativa a los suicidios, a los enfermos. Ahora que escribo, la hija de alguno de ellos ha repetido “Lucha de gigantes” con su guitarra y se ha transformado en una lámpara, nos alumbra en las pesadillas y en las noches en que nadie vendrá a contarnos una historia.
Creo en los lunares que guían mi lengua por tu espalda, en las puertas que conducen hacia otro país y en las oraciones que guían rebaños a tu cuerpo. Hasta siempre.
Caroll se fue hace algunos días, dejó una nota donde mencionaba algo de ir a buscar el mar. ¿Se habrá llevado a su perro el Kvezón? Desde ese entonces no me ha escrito; ella es chilena pero nunca me habló de Bolaño, aunque alguna vez me contó de Teillier. Pienso en las vías del tren por las que caminé hace algunos días, vi vagones que sirven de casas y niños jugando en sus casas tren que no van a ningún lugar. Caroll se fue y olvidó borrar su huellas. Quizá se convirtió en un árbol de membrillo, en una sombrilla, o en una alcancía donde los niños guardan sus monedas.
Los sábados son distintos pues respiro con la ausencia; me detengo, en alguna esquina, a platicar con los vecinos que hablan de política o de fútbol. Algunas veces intercambiamos periódicos y al día siguiente comentamos alguna nota relativa a los suicidios, a los enfermos. Ahora que escribo, la hija de alguno de ellos ha repetido “Lucha de gigantes” con su guitarra y se ha transformado en una lámpara, nos alumbra en las pesadillas y en las noches en que nadie vendrá a contarnos una historia.
Creo en los lunares que guían mi lengua por tu espalda, en las puertas que conducen hacia otro país y en las oraciones que guían rebaños a tu cuerpo. Hasta siempre.
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