lunes, julio 05, 2004

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En la alegría de los puertos donde los niños venden fruta. Caminamos entre la música que nos ofrecen los gritos para anunciar mercancía proveniente de países donde llueve. La madera de tu ciudad es famosa por su costumbre al agua, por la resistencia que ofrece contra las hormigas y los relámpagos. Las campanadas anuncian la llegada de un nuevo embarque, un mercante cargado con granos o instrumentos, con gritos, con el miedo de los soldados antes de la batalla, con la lluvia y los rebaños, con la verdura que se pudre en la muerte, con los esclavos del miedo y la tristeza, con la ropa de los suicidas, con las armas para conquistar países pobres y olvidados. Escucha las palabras del vendedor de semillas, eres junto a la fruta una canción de rieles. Cambiamos la risa de los niños por un poco de agua, me ofreces la mano para ir entre los puestos donde nos ofrecen frío, donde nos venden libros, luciérnagas, miel, cereales, espantapájaros; mapas para encontrar un nido de gaviotas. Ofrece tu cuerpo a la mañana, crece como un incendio; descansa, despierta en un campo de trigo y convénceme de escribir una fecha en tus caderas.

Nos ofrecen polvo, flores, zarzamoras, pájaros que recuerdan un idioma olvidado cuando cantan; pájaros muertos, útiles para atraer tormentas a los campos de centeno. Nos ofrecen capitanes jubilados, sueños en que los niños interpretan partituras de silencio; colchas, orugas, hojas de plátano, guitarras para cantar con la tristeza.

Escribe recados en las servilletas y envíalas con buenos deseos a otro país, a otros mercados, a otros barcos. Dibuja rieles en las ventanas de tu cuarto, mira la lluvia, imagina una iglesia sin escaleras.

En la alegría de las cartas donde me hablas de los sábados, en las canciones de cuna que recuerdas cuando duermes. Escríbeme una carta que hable de un piano que late con tu ausencia.
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