sábado, agosto 14, 2004

Cuento de monedas

Todos los días vuelvo al buzón para ver si me has escrito. Este es el jardín que siempre te dibujo, estas las ventanas, estos los libros con que te escribo mensajes en la pared de la casa de enfrente, este es mi mundo, esta es tu casa. Todos los viernes pregunto en las sastrerías si has llamado, si tengo alguna carta tuya que se hubiera perdido en los buzones ajenos, esta es tu escalera, este tu gato, mi gato, el gato que rasguña espantapájaros cuando despierta; estos los lápices, estos mis dedos con que construyo faros para alumbrar las grietas de tu ausencia.
En la mañana toqué la puerta de la casa de al lado, había algo en los sonidos de la radio que me despertaba, había algo perdido en esas palabras que llegaban hasta la mesa en que te escribía. Me preocupa que mi padre sea tan sucio, siempre tengo que ir a ordenar sus zapatos, y, lo sabes, nunca me ha gustado entrar a un lugar pintado de amarillo; me preocupa también que me escribas, y que tu carta se pierda y pueda ser leída por un niño o el vecino de enfrente, el que tiene un negocio de pinturas y que siempre me mira tan raro. En fin, que le dije a la vecina si podía bajar el volumen de su radio, es difícil despertarse con noticias, nunca he podido. Cuando era más pequeña, recién había muerto mi madre, me acuerdo, mi padre sintonizaba el noticiario como una manera de poner sonidos en un lugar tan callado: y yo, desde mi sueño, alcanzaba a oír comentarios de balaceras, de secuestros, de robos y tantas cosas más que me entristecían. Nunca he podido. Por eso le pedí que cambiara de estación, no creo que haya sido algo extravagante, más bien creo que mi petición fue amable; lo hice por ella y por sus hijos, no es bueno, insisto, que se despierten de esa manera.
Todos los días te escribo mensajes; lo sé, pocas veces te envío lo que escribo, pero siempre lo hago, aunque no importe; aunque mis palabras dibujen mapas grises de naufragios.
Te digo, esta es la escalera por donde puedes subir para encontrar el mar, el mecanismo para cambiar la ruta de los trenes. Estos los zapatos que mi padre ya no quiere utilizar, este el vestido que me regaló en mi cumpleaños anterior, sólo una vez me lo puse, mi padre dijo que me parecía a ti y nunca lo volví a usar. En este cajón están los cubiertos, en este otro los platos; pero, ten cuidado, se cae si lo abres con fuerza.
Mañana, como siempre, volveré a esperar. Antes de enterarme que no me has escrito, iré a ver el negocio de monedas del señor Fernando Couz. No sé si tú estés enterada, pero me gusta ver monedas y billetes antiguos, siento como si caminara en otras épocas, como si estuvieras aquí, imagino otros momentos cuando miro largamente, hasta que el señor Fernando, o su nuera, me asustan con la escoba para que me vaya. Que, dicho de esta manera, parece mala persona, pero no lo es porque un día me regaló una moneda, fue cuando entré en el momento justo en que don Fernando besaba el cuello de su nuera, ella le dijo que no se preocupara, que nadie le creería a una niña tan loquita; pero él, asustado, me regaló una moneda con la condición de que nunca dijera lo que vi, mucho menos a su hijo, que trabaja con mi padre en la sastrería.
Por supuesto nunca diré lo que vi, no quiero que nadie me quite mi moneda, ni si quiera tú, por eso te diré donde está todo, incluso la pistola de mi padre, pero nunca en qué lugar guardo mi tesoro.
Ahora es tarde, me voy a dormir, mañana te seguiré escribiendo en donde están las cosas de la casa, en donde los trapos y las herramientas, en donde los candados y por cuáles rincones entran las hormigas. Mañana, también, seguiré esperando que me escribas.


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