miércoles, junio 30, 2004

Carta sin respuesta para caminar el desierto

Hoy no tengo amigos para marcar su número, hoy no tengo amigos para hablarles de misiones espaciales; para contarles que el desierto es cruel con los que nacimos un día de tormenta. Hoy no tengo amigos para emborracharme, para cantar con ellos canciones por las mujeres que ahora despiertan en otra frontera. Hoy no tengo amigos que me escriban desde la Ciudad de México, cartas que hablen de la lluvia o de tranvías que dibujan rutas en la niebla. Yo quiero un pájaro que cante con mis sueños, yo quiero una piedra para amenazar al miedo; yo quiero una escalera para escapar de este día.

Hoy no es el camino y sueño. Invento en este papel la medicina para no morir en el desierto. Y sueño en los rebaños que han perdido la última oportunidad para escapar de la vista del ovejero, pienso los establos incendiados; en los niños que despedían a su padre mientras el enterrador fumaba el último cigarro del día.

Pienso en tu piel, pienso en las mujeres de ojos verdes que han encontrado en mis manos un descanso. Pienso en los viajes que nunca he hecho, pienso en el temporal que mató las vacas de mi abuelo hace ya muchos años.

Escucho las canciones con las que lloraría mi padre y pienso en el invierno. Yo quiero ir a Bogotá por un abrazo de Liliana, yo quiero dejar de llorar y de escribir esta carta en que no escucho campanarios. Enciende la noche con luciérnagas, enciende mi piel con un beso o dibuja en una servilleta la ruta hacia Far West. Dime que has visto documentales en el Discovery Channel y has pensado en mis pesadillas. Volvamos al S-Mart para comprar el desayuno, paguemos con dólares por la tristeza que siempre hemos padecido.

Escríbeme desde París, desde Bogotá o desde el lugar en que te encuentres y cuéntame que sacaste a pasear al perro, que se pinchó un neumático y que lloraste largamente porque no estoy ahí para decirte que todo andará bien.

Espérame frente a José Martí en el metro Hidalgo, llegaré un poco retrazado a causa de la lluvia. Y porque yo no sabría qué decirte aunque los espantapájaros bajaran para llenarse la boca con hormigas.

Vuelve al patio de la escuela, construye un avioncito de papel, escribe la temperatura ambiente en sus alas y lánzalo hacia la calle para que un transeúnte lo encuentre y sepa si elegir una bufanda o caminar desnudo por las calles. Ríe, piensa en la felicidad de los cumpleaños, piensa la fecha probable de mi muerte. Piensa en mí que te necesito como un barco. Piensa en mí, como ahora yo pienso en unas flores que se pudrieron en Chihuahua.

Cuento: "El burro medallas"

AHORA QUE ME LO PREGUNTAN, pues no; no me arrepiento. Es más, sigo odiando su anuncio radiofónico: “Restaurante La Palma, auténtica comida mexicana. Venga y disfrute los riquísimos burritos con carnitas, barbacoa o cochinita pibil”.
Me tocaba entrar a las 6,30 de la mañana. A Beny y a mí nos encomendaban arreglar los desperfectos del día anterior. Austin García, quien era el cocinero, no llegaba sino hasta las 7, algunas veces un poco más temprano; Ralph, el headwaiter, estaba desde las 6 pero se la vivía leyendo el periódico; era el único gringo, él pensaba que eso le daba derecho a maltratarnos y ganar quince bolas más que nosotros; en fin, que dejábamos todo impecable para que el inútil de Ralph abriera las puertas a las siete en punto.
Beny era un bato que champurreaba perfectamente bien el inglés y el español, decía que estaba enamorado, y sí, estaba enamorado de la cerveza Budweiser y de la dependienta de la caja número cuatro del Food 4 Less. Yo, por mi parte, me hacía del rogar con Nell, la hija del patrón. El día que se enamoró de mí, yo iba de salida; eran como las 8 de la mañana, por aquello de que me quedaba a ayudarle a Austin a picar lo que él llamaba con su terrible inglés: steak. Pues bien, yo iba saliendo y allí estaba, sus labios mantenían firme el popote en el vaso grande de Diet Coke, traía un jersey de mangas cortas y un short de mezclilla que parecía tener diez años de antigüedad. Sus ojos estaban atentos a un viejo libro de pastas brillantes, al parecer, de dos dólares y de ciencia ficción, pensé, por lo del libro, que era algo estúpida, pero me consoló pensar que era linda por fuera. No me miró cuando tomé asiento, en el aire se escuchaba una canción de banda, que era un poco desvirtuada por la pirata calidad de la cinta. No me miró, así son todas las pochas; me miró hasta que le quité su charola extra-grande de nachos y empecé a comérmelos; bueno, me miró, pero no dijo nada, siguió leyendo su libro y me terminé sus nachos. “Quieres otros”, pregunté, “el Seven Eleven está aquí cerquitas, si quieres puedo ir corriendo”, añadí. En verdad me estaba poniendo nervioso esa jaina. Me miró con cada de ofendida, como diciendo, estúpido, ¿acaso crees que no sé dónde venden los nachos? Me miraba sobre su libro, sobresalían sus cabellos pintarrajeados de rubio y alzaba sus enormes cejas negras. “¿Por quí no ti laargas de’quí?”, me dijo cuando intenté quitarle su libro, yo nada más quería saber en qué página iba; digo, a veces uno es muy curioso. Realmente me estaba enfadando, el que yo fuera un empleado de limpieza no le daba derecho a tratarme en esa forma. “Bueno, al fin que ni tenía ganas hoy”, le dije y me levanté de la mesa. Volví con Austin a la cocina a presumirle mi novia. Él me dijo cómo se llamaba, que no hablaba, según ella, nada de español y que tenía un pequeño perro al que llamaba Regalo. Wow, pensamos, o más bien, pensé, porque Austin no se veía muy entusiasmado que digamos.
Ella comenzó a venir todos los días desde que conoció a Beny, con tal de verla yo acepté limpiar los sanitarios por las tardes. Durante esos días me di cuenta de que la transa Beny-Nell iba realmente en serio, siempre me quedaba mirándolos, por eso se los digo. Es más, al él no sólo le habló, sino que le ofreció de los nachos con queso que siempre estaba comiendo; les juro que no eran celos, simplemente me aterraba la idea de que Beny se comprometiera con una jaina tan presumida. Mi coraje aumentó cuando empezaron a comer en el restaurante; sí, se imaginan bien, a mí me correspondía todo el jale. Un día me tocó tirar la basura y el contenedor estaba atascado, al lanzar una de las bolsas, se me cayeron otras diez que estaban apiladas, me pasé treinta minutos de mi vida juntando desperdicios, y por su puesto, planeando mi venganza. Beny no tenía la culpa, así que lo descarté; pero la Nell y su perrito iban a salir ganando.
Cuando me dirigía a casa, me di cuenta que el perrito estaba dormido en el carro de la Nell, y se me ocurrió una idea, entré en la concina y saqué uno de los cochillos de Austin, el que tenía más pinta de criminal. No fue difícil engañar al Regalo con un gran trozo de sirloin; lo llevé a donde el contenedor y le puse fin a su chilimindresca existencia; lo eché en una bolsa y lo llevé a mi casa, donde cuidadosamente lo despellejé, le saqué sus tripitas, lo herví y después lo hice trocitos con el cuchillo extra-grande de Austin.
Al otro día no me extrañó ver un anuncio tipo wanted en la entrada principal, que ofrecía doscientos dólares por el perrito. Por ganarme esos billetes hubiera podido entregarlo en la bolsa que lo llevaba, pero no, no me miren así, sé que hubiera sido una escena muy violenta, y ni modo de decir que así me lo había encontrado en el free way. Entré en la cocina y metí mi deliciosa venganza en el refrigerador. No tenía pensado que ocurriera ese día, pero Austin así lo dispuso, yo no le ordené que pusiera a freír el Regalo.
¡Quién iba a decir que el perrito alcanzara para tantas personas! Estuve contando los burritos que hacía Austin, fueron seis, y justo cuando pensé que la carne se terminaba llegó Beny y pidió dos. Sobra decir que estaba con la preciosa Nell y sus infaltables nachos con queso. Yo me ofrecí a llevarles los burritos cuando estuvieran listos.
No sé si era hambre o el profundo amor que la Nell le tenía al Regalo, pues le metió tremenda mordida, le puso más catsup, se chupó los dedos, me dijo: “si te ofrece algou”, le dio otra mordida, se echó otro nacho y me fui a la cocina. Austin me preguntó por quinta vez por su cuchillo-mata-perros-chilimindrosos, le contesté que no sabía; que no me estuviera molestando y lo mandé al carajo: “Go to hell, pinche gringo postizo”, le dije y me miró asustado, “pinche gringo puto” y me volteó un madrazo con la fuerza de sus doscientas diez libras de peso.
Y bueno, señores del jurado, así fue todo lo que pasó, así merito; pero, no me miren así, les juro que el chuchillo nunca quise esconderlo en el estómago de Austin, yo se lo quería devolver, se los juro.



martes, junio 29, 2004

Carta por las cartas que llegan del desierto

Eleva los puentes, imagina en tu guitarra la mañana. Eleva los puentes, protege un territorio de manzanas con tu cuerpo. Depón las armas por un cielo que presagie temporales. Invita a los soldados muertos a la mesa, conversa con ellos acerca de países oscuros, ciudades terribles protegidas por enfermos. Despide los barcos que zarpan de tu sueño, dile adiós a los días en que una niña columpiaba su tristeza. Háblame de ti, pronuncia mi cuerpo con un beso y cantemos, si quieres, porque los niños pintan tu nombre en la pared de enfrente.
Alivia rebaños con el descanso que ofrece tu cadera.
Ordena a los arqueros que cuiden tus ventanas. Háblame de la ciudad que, al estar con tus amantes, pronuncias con gemidos.
¿Alguien recuerda lo que sigue en esta carta?, he olvidado los jardines y los árboles heridos por tormentas; en la calle, creo haberlo dicho antes, miles de niños lloran porque duermes; juran haber visto en tus ojos la tormenta.
Ordena a los ejércitos que hagan la niebla con su canto, duerme mientras los niños, en la calle, siguen rayando el cielo con sus pájaros. Anuncia a marineros el fin de la tormenta, despierta los caballos con la promesa de una fiesta en las iglesias; descúbrete desnuda entre los barcos.
Escucha en mis labios el final de la guerra, los ejércitos regresarán a casa en una mañana anunciada por tu cuerpo. Encuentra en mi lengua un río que camina hacia el invierno y regálame una hoja de plátano de un parque, regálame un picaporte ganado en una apuesta, vuelve a mi celda de vez en cuando, regálame el sabor que nace entre tus piernas y cura la fiebre a los ahogados, háblame de los barcos que han muerto sin llamarnos; y a la mañana siguiente, cuando leas en tu cuerpo estas palabras, regálame la muerte con un beso.

Oficio de trineo

Esta semana hablas a los caballos que duermen con las lámparas. La mañana te entrega una ventana en el fondo del mar, pero seguramente preferirías una con vista hacia el abismo, una mirada menos triste hacia la tarde. Despierta con los niños que arrojan nueces a los vagabundos.
Las becas son mecenas de este tiempo, una de las pocas posibilidades para dedicarte a construir un manual para sobrevivir a la tormenta. Pienso en los mecenas de otro tiempo e irremediablemente mis palabras nombran a Ernst Zimmer, el carpintero que dio alojamiento a Friederich Hölderlin en los días de oscuridad de su locura; pienso en los muebles, hechos por su propia mano, con los que acondicionó un pequeño cuarto para que el autor de Hiperión descansara; pienso en la paciencia para escuchar los acordes cojos que Scardanelli --no ya Hölderlin-- tocaba en un piano al que le había amputado cuerdas.
Pienso en todas las personas que ayudaron a Reiner Maria Rilke, pienso en Lou Andreas Salomé despertando una mañana para encontrar la Canción de amor y muerte del Alferez Christoph Rilke. Y creo que podría continuar nombrando a muchos mecenas, incluyendo a otros que trabajan para proveer al poeta que son, pero que disfrazan con un seudónimo.
Pienso en las cartas pendejas con las que nunca te diré algo.
Pero no sé por qué te hablo de esto, quizá porque estoy un poco triste o porque hace calor y los niños de la calle me invitan a jugar fútbol. Siempre he sido portero, pero ahora quiero esquivar niños, como si descendiera una montaña nevada, para anotar un gol. Yo siempre he deseado un oficio sencillo, siempre he querido ser un Vetriccioli, un traductor de fórmulas químicas, un Pedro Orce con oficio de sismógrafo humano. Siempre he querido salvar al mundo pero sin alzar la voz, sin tener que pronunciar una palabra para construir un aeroplano.
Pienso en este oficio de soñar que tengo, en tu manera de caminar entre los rieles y en una vaquita (¡mu!) llamándonos desde la infancia. Es más, imagino un oficio para morir sencillamente "como el pájaro de los campos que un día, sin que nadie se entere, deja de cantar", lo anterior, lo sabes, según Hans Christian Handersen.


lunes, junio 28, 2004

11,55 PM

Háblame de un libro para iluminar con barcos

poema (Víspera de helada)

Yo sólo quiero irme tranquilamente a pescar
y usar mis zapatos como anzuelo



Dibujo los puentes,
hablo con enfermos
que empujan el arado de los muertos;
imagino la mañana que crece con un beso.

Escribo porque son las seis de la tarde
y espero una palabra tuya,
una palabra que me hable
con la luna de los primeros frutos;
escribo para hablar de ti con las hormigas.

Si puedes, mantente alejada de molinos;
si puedes, escríbeme una carta que hable
del desierto
o de aquellos niños que besamos
porque su madre había muerto a causa del invierno.

Esta noche dormiré
con el miedo que ofrece tu silencio,
con desamparo, con el frío
de los caballos que corren por tu sueño

Mañana volveré a preguntar si me has escrito,
las enfermeras saben que te extraño;
mientras tanto,
te hablo con la ruta de ciertas migraciones,
te hablo con la niebla
y con la lluvia y los rebaños
y te escribo.

carta singabrielaaguirresánchez

Como Ferdinand, el hermano de Léolo, a quien ni una montaña de músculos o un millar de ejércitos podían defender del miedo. Sentado aquí, abriendo en la tristeza una ventana o una puerta en que pueda mirarse hacia otro día.
Porque sí, uno se va quedando solo un día y ni todas las palabras y recuerdos pueden aliviarnos. ¿En qué sueñas cuando en los campanarios las palomas planean invadir violentamente la ciudad?
O intentar, como siempre, remediar el olvido mediante una llamada que nos lleve a otro país; o, mejor dicho, a otra tristeza, otro lugar en donde llueve.
En la mañana no podía levantarme, era la ventana como un viejo cuadro dibujado antes de la muerte, eran las voces de unos niños cantando desde un poema de Corbière. Hubiera podido quedarme a ver el mundo desde esa trinchera, pero no es posible caminar hacia atrás por tanto tiempo. No tiene sentido volver los pasos hasta encontrar en la infancia la fuente en que ahogamos nuestro miedo alguna vez. Debe haber un poco de agua sucia en todos los recuerdos, debe haber un río y un vaso de agua. El agua es precisa cuando la tristeza nos despierta. Debe haber un mar en medio de la muerte.
Escribir porque esta es una pequeña manera que tengo para enfrentarme al mundo; como una manera de morir más lento.
Escribir es una manera de decidir, una manera de romperse el brazo o cantar sin abrir la boca. Escribir porque hace frío o porque el café sabe a que no estás aquí. Escribir cuando uno se muere, escribir si hace frío, si la vecina está ensayando sus gritos con la niebla, escribir con letras chuecas, azules o amarillas, escribir porque sí, porque es necesario morir de alguna manera.
Me hubieras dicho algo referente a los columpios o a la noche.
Escribir, tienes razón, también es una manera de mentir, de engañar al cuerpo, de hacerlo imaginar otra mañana; aunque la lluvia permanezca. Pero, para dejar de gritar un poco, podríamos hablar de gatos y razones para no levantarse de la cama. La primera sería, sin duda, ordenar a los soldados que nos resguarden de la muerte, la segunda tú la escribes y la tercera es el frío que habita el corazón de las manzanas.
¿Por qué no me dijiste que llovería hoy?, te hubiera preparado el desayuno, te hubiera dicho “pájaro” y habrías despertado como nube; habría atado tus agujetas y te habría enseñado cómo crecen, en la almohada, jardines de estatuas que te cantan.

carta por los trenes que nunca dibujaste

Amanecí con ganas de escribirte una carta porque los niños en el patio hablan de caballos que mueren a causa del silencio, porque los maestros preguntan fechas importantes, y a uno que otro compañero sólo se le ocurre hablar de que nunca conoció a su padre. Amanecí con ganas de marcar un número de teléfono, de encender la chimenea, de escuchar tu voz, de contarte que mi artículo de hoy en el periódico salió con una errata. En la mañana el teléfono sonó varias veces, pero en ninguna de ellas pude alcanzar a contestar, a lo mejor hablaban de otro país para contarme que estaba lloviendo, a lo mejor hablabas tú y me invitabas a leer poemas en un café de una calle en Nantes o en Bogotá. Amanecí con ganas de decirte algo, de contarte que la vecina del piso de arriba me reclamó porque no pongo música; lo sé, debería ser al revés, debería reclamarme el escándalo, pero a ella la escandaliza mi silencio, qué rara es la gente. Ahora que te escribo esta carta, pasan tres bicicletas frente a mí, seguramente han pasado varias veces más pero no lo había notado, seguramente los ciclistas habían mirado un tipo con un cuaderno escribiendo cartas en el café de enfrente; seguramente. Amanecí con ganas de leer "Les Planches Courbes" de Bonnefoy, eso me ocurre cuando en el periódico me han pedido una reseña de un libro de alguien a quien quiero, y honestamente no sé qué decir. Me gustaría platicar con la señora que toma café y fuma desesperadamente en la mesa de a lado, pero, tienes razón, eso suena utópico porque yo no tendría mucho qué decirle. Seguramente ella me contaría sus problemas familiares y yo no tendría más que palabras sin consuelo para regalarle. Aunque lo que me gustaría, creo que lo sabes, es que estuvieras sentada frente a mí y me contaras de tus trenes, que me contaras acerca de los pasos que repartes en tu ciudad, cuéntame algo, ¿te despertaste temprano hoy?, ¿qué haces en tardes como esta en que los ciclistas dibujan rutas hacia el mar? Debería llamarte, debería sanar mi cansancio con palabras tuyas, debería marcar tu número y sólo hablarte de cometas o películas de gangsters, debería consolar tu miedo a los relámpagos y, sin hacer ruido, contarte de pueblos donde la gente se entretiene diciéndole a los niños que si cuentan las estrellas una se caerá. Debería marcarte porque es miércoles y te extraño, porque los ciclistas han partido hacia el invierno, porque las mujeres de las mesas vecinas lloran por los trenes se han ido sin llevarlas.

édgar david mena

cuento

para Jimena Ballí


A VECES ME SIENTO TRISTE CUANDO MI MAMÁ ME PEGA. Dice que me parezco a mi papá. En realidad ella no tiene la culpa, yo hago cosas que la molestan. Como esa vez en que me castigaron por escribir los nombres de personas en mis cuadernos, por hacerlos personajes de ficción en mis palabras. Sí, en lugar de escribir el nombre de la materia en la etiqueta, ponía el nombre de alguna persona de mi familia, amigo o desconocido, y en el interior intentaba escribir lo que esta persona hacía regularmente, como entrar al baño, saludar a otras personas, reírse, etc. Hasta que mi maestra se dio cuenta y le dijo a mi mamá que me pegara, porque no trabajaba y hacía chuecos los márgenes. Por eso ahora no escribo nombres, ni historias, me dedico a coleccionar otras palabras.
Guardo las gracias que me ofrecen cada que hago algo en provecho de alguien. Las primeras mil gracias que recibí fueron de mi hermana, ya que le había prometido no mencionar nunca que su novio entraba por la ventana algunas noches. Después recibí las últimas gracias del señor de la tienda, que murió al siguiente día; recibí las de algunas vecinas, de mis amigos de la escuela, de algunas personas que viajaban conmigo en el transporte; otras de los maestros y sólo una de mi madre, pero todas las iba guardando en mi cuaderno.
Mi tarea no era nada fácil. Tenía que soportar que algunas personas no me dieran nada, y, por el contrario, otras veces tenía que acomodar de alguna forma los millones de gracias que me prodigaban. Otras veces tuve que interpretar cuántas gracias me querían ofrecer las personas que me decían “muchas gracias”, e imaginar quien pagaría mis honorarios cuando alguien decía: “Que Dios se lo pague”, supongo que era una manera de agradecerme, aunque eso no tuviera un significado numérico. El cabo de un año, tenía todos mis cuadernos ocupados en la contabilidad de mis palabras.
Un día me desperté como el niño más rico en gracias sobre el planeta. Procuraba no entregar ninguna, avaro de perder mi riqueza de páginas. Ya no me gustaba hacer nada para ayudar a las personas, temeroso de que me dieran otros tantos millones de gracias. Pensé que sería una buena idea, regalar algunas de las gracias que tenía.
En verdad tenía que hacer algo porque si no los niños que me llaman raro, supongo porque nunca han guardado gracias en su vida, me iban a acusar porque en mis cuadernos sólo había números. Así que me dediqué a dar gracias a cualesquiera individuo que hiciera algo por mi vida, aunque sólo fuera mirarme o caminar junto a mí. Y ya no acepté ninguna, a quién me decía gracias, le respondía gracias a usted, o mil gracias a usted. Supongo que a algunas personas les parecía muy extraño que sin motivo aparente les regalara dos millones de gracias.
Ahora estoy aquí sentado, espero que mi mamá termine de hablar con el director; cuando salga, le pediré que me cambie de escuela, la maestra sólo se dedica a espiar mis apuntes, levanta mi cuaderno para que toda la clase vea las líneas chuecas de mis márgenes. Cuando se lo diga, espero que me pegue despacito y no lo haga enfrente de los otros niños; después le diré que no quiero estar aquí. Entonces podré entregar, con justa razón, las últimas gracias que me quedan.


Bendícenos señor del Tafil

Acuérdate que te recuerdo.

Si no te acuerdas no importa mucho.

Siempre te veré caminado sobre los rieles

o buscando el durazno más maduro de la quinta.


Jorge Teillier



Querida Tantriste, te escribí toda la tarde cartas que hablaban de naufragios, te escribí porque pensé que te gustaría saber que en la radio hablaban de veleros proponiendo una migración hacia el desierto.

En la mañana, en el centro comercial, compré unos chocolates que --creo-- no podré entregarte, no tengo tu dirección y no creo buena idea salir a tocar en todas las ventanas donde una lámpara suponga que descansas; además son las tres de la mañana y nunca me ha gustado dormir fuera de casa. Volvamos al centro comercial, pensé en ti cuando una vendedora no me ofreció perfume para dama; si hubieras ido junto a mí, seguramente te hubiera ofrecido y me habría pedido opinión para convencerte de comprarle. Lo que ya no compro es comida para perro, sacrificaron a la señora Moush hace unas semanas, ya no tengo un perro qué alimentar, hoy no tengo un perro que me espante la muerte. Y yo sigo aquí, escribiendo esta carta que tal vez no te importe; es más, como si no me hubieras dado --(usemos una palabra de moda en la televisión para sumarle ironía al hecho) "bastantes"-- muestras de que no te importa.

Pero yo sigo aquí, escribiendo palabras que se suman a renglones que hablan del miedo y de la ausencia, que hablan de tus pasos en una ciudad distinta a esta, que hablan de ti y de tu risa con el agua, que hablan de ti y de lo que yo soy sin ti si no me escribes una carta con manzanas.

Háblame de ti y de lo que piensas cuando entregas tu respiración a los cristales de las ventanas de los autobuses que caminan hacia el mar. Hoy, como diría Liliana en Colombia, tengo la malparidez cósmica atada a mis zapatos. Y sí, eso suena ontológicamente detestable, pero no puedo hacer nada, como tampoco puedo hacer mucho por las hojas que los árboles arrojan hacia el patio, no puedo hacer nada por la niña que llora en la calle porque su madre bromea con abandonarla.

Abre la ventana, háblame de las iglesias que se derrumban en tu infancia, o háblame de los caballos que se dirigen --cuando duermen-- hacia el mar.

Nunca creí necesario escribir una carta para despedirse de alguien, imaginaba que bastaba con tomar las camisas y guardarlas en una bolsa de plástico y salir tranquilamente por la ventana. Por cierto, perdóname por escribir con tus palabras, perdóname también por escribir con letras tan grandes, me cuesta trabajo --lo sabes-- mirar con claridad tan lejos del monitor.

Cuéntame, o ven para que contemos las hormigas que pretenden hacer habitables mis zapatos; ven, podríamos buscar nuestros sueños en películas, podriamos ver por la milquinienta vez "Léolo", aunque seguramente tú preferirías ver "El ladrón de orquídeas", podríamos comer ensalada; o, sencillamente, podría abrazarte para decirte, sin palabras, que me desperté con ganas de regalarte un río.

ya no escribo en verso, ahora intento Prosak

Hablabas de los rieles, de caballos que caminaban para encontrar trenes extraviados. Hablabas de lámparas encendidas para guiar los barcos, hablabas de lluvia y de una postal que un novio te había mandado desde Varsovia. Hablabas de un café delicioso que probaste en La mariposa, en Querétaro; yo te contaba historias olvidadas de delfines.

Escríbeme una carta, háblame del desierto, de las tormentas de arena que escriben cartas en las calles.

Los vecinos han salido a amontonar piedras en la entrada de la calle, el miedo los ha convencido de proteger el último bastión. Incluso, han ido a centros comerciales para comprar agua embotellada. Compran comida enlatada y lámparas de pilas. Cuando alguno de ellos me encuentra, observa lo que he comprado, casi siempre termina pidiéndome que compre mapas para escapar de la ciudad; pero yo sólo quiero comprar manzanas. Yo sólo quiero llenar de manzanas el frutero de la mesa y sentarme a mirarlo. Yo quiero, en realidad, leer una carta tuya acompañado por manzanas.

Pienso en tu manera de hablar de las bacterias, pienso en los rieles y en los caballos que esconden su temor a los naufragios. Te escribo, en realidad, porque no me has escrito.

Preparo ensalada para los amigos que no vendrán, te escribo esta carta y lloro porque la radio no transmite rechinidos de columpio.

Te escribo porque está lloviendo, porque en la casa de al lado ladra un perro y porque el calendario me habla de ciertos pagos que tengo que depositar mañana.

No importa que no me escribas, yo invento este puente para dibujar tormentas; para dibujar, con lo que sueñas, una escalera hacia el mar. Smashing Pumkings canta "Once in a While" como tantas veces, y yo pienso en los soldados que aman tu nombre, que lo pronuncian como si escribieran una carta.

Hablabas de veleros, hablabas de llenarte la boca con luciérnagas para encontrar un barco. Hablabas, cierto, de bacterias imitando la migración de los salmones.

Los vecinos vienen a invitarme a defender la calle, creo que es hora de terminar este intento y salir a construir una catapulta para combatir aceptablemente.

Más tarde, cuando el fuego haya terminado, vendré a contarte de los vecinos que tuvimos que levantar noqueados, o de otros a quienes tuvimos que vendarles la cabeza. Prepararé café por la derrota y te escribiré para contarte que tendremos que emigrar hacia otro barrio, tres calles más abajo, o, incluso, cambiarnos de país. Pero te contaré, lo prometo, porque está lloviendo. Te contaré porque quiero que leas mis palabras en los charcos. Hasta siempre.

édgar
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